¿Puede Europa aprender a hablar el lenguaje del poder?

Vanguardia Dossier

Que buena parte de Francia y la UE sigan obsesionadas con sus esencias nacionales tiene consecuencias

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El presidente Macron, el primer ministro Castex y sus ministros en julio del 2020. 

Ian Langsdon / AFP

La UE busca su espacio en el mundo pospandémico. Condicionada interna y externamente por el auge de la geopolítica y la rivalidad entre estados, aspira a redefinir su poder, sus capacidades y su influencia.

La Comunidad Europea no nació con vocación de potencia. Más bien al contrario. Se trataba de mantener bajo control las capacidades armamentísticas alemanas y superar las heridas de la confrontación militar a través de la integración económica. Sin embargo, la soledad geopolítica que ha sentido la Unión Europea en estos últimos tiempos, y la percepción de vulnerabilidad infligida por la pandemia, ha acelerado una nueva narrativa estructurante en torno a la seguridad, la autonomía estratégica y la soberanía.

Si Europa debe aprender a hablar el “lenguaje del poder”, como defiende el alto representante para la política exterior y de seguridad común, Josep Borrell, París aspira a que la autonomía estratégica de la UE se conjugue en francés. Emmanuel Macron ha sido el precursor en la recuperación del concepto de poder asociado a la Unión desde su emblemático discurso pronunciado en la Sorbona en el 2017. Pero esta Europa “poderosa en el mundo” y “plenamente soberana”, que Macron volvía a reclamar en la presentación de las prioridades de la presidencia rotatoria que en estos momentos ocupa Francia al frente de la Unión, no se construye solo a partir de capacidades e instrumentos, sino también desde la voluntad política para hacer frente a las nuevas amenazas globales: sanitarias, económicas, militares, climáticas o tecnológicas. Nos adentramos en un mundo en el que la supremacía geoestratégica dependerá, cada vez más, de quién tenga la capacidad tecnológica de fabricar los microchips, y no solo de la eterna discusión sobre un ejército europeo y la aprobación de una fuerza de intervención rápida de hasta 5.000 soldados, como contempla la propuesta que se aprobará durante la presidencia francesa de la UE.

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"The Future is Europe", obra del artista belga NovaDead cerca de la zona de instituciones comunitarias en Bruselas. 

Leon Neal / Getty

La fortaleza geopolítica de la Unión dependerá también de su habilidad diplomática para definir una estrategia compartida sobre Rusia, “un actor ineludible en la arquitectura de seguridad europea” para Emmanuel Macron y un elemento desestabilizador de la política interna europea. Lo mismo ocurre con China. La UE está en proceso de redefinición de sus relaciones con Beijing, un “rival sistémico” –según la posición oficial de la Unión Europea–, y de su coordinación con los Estados Unidos de Joe Biden.

Qué tipo de potencia será la UE

El presidente del Consejo, Charles Michel, ha definido el 2022 como “el año de la defensa europea”, y Francia aspira a contribuir, durante su presidencia rotatoria, a dar un impulso sustancial a estas políticas de defensa común. Pero, ¿hasta qué punto estamos ante un cambio de paradigma sobre el concepto de potencia –civil y normativa– que la UE se adjudicaba ella misma?

El liderazgo tradicional de la UE, personificado en el motor franco-alemán, cohabita hoy con nuevos liderazgos reactivos, que vuelven a pensar el mundo desde sus capitales

El verdadero desafió de la UE pospandemia, en un mundo en el que Occidente ha perdido definitivamente la supremacía, empieza por su consolidación interna. En el 2020, entre las ocho economías más importantes del mundo, había cuatro europeas (tres de la UE más el Reino Unido); en el 2050 ya sólo quedará un país miembro de la Unión, Alemania. La verdadera crisis existencial de la UE es, sobre todo, política. La ambigüedad de Macron durante su visita a Viktor Orbán, en diciembre del 2021, buscando apoyos para sus ideas sobre seguridad y reforma del espacio Schengen, son el enésimo ejemplo de la laxitud europea ante los abusos iliberales de determinados gobiernos cuando se trata de conciliar agendas políticas. “La democracia no está en cuestión, pero la forma en que la ejercemos sí”, sentencia la investigadora Florence Gaub, autora de un largo análisis de prospectiva sobre los retos de Europa en el 2030.

Entre el eje franco-alemán y el triángulo de Weimar

Europa está hecha de una geometría extraña y flexible. El final del hiperdominio de Angela Merkel ha propiciado la reconfiguración de alianzas. Una oportunidad para la agenda política europea de Macron, necesitado de un reequilibrio de fuerzas en un eje franco-alemán claramente asimétrico en favor de Berlín, y la confirmación de una nueva alianza de intereses entre París y Roma, que deje atrás más de una década de desencuentros políticos y choques de vanidades y sume fuerzas en favor de la reforma de las reglas fiscales de la UE.

El europeísmo de la nueva coalición semáforo en Berlín augura cierta flexibilidad en dos puntos sensibles para Macron y los partidarios en general de una relajación de las reglas presupuestarias europeas: el pacto de estabilidad y crecimiento, adoptado en 1997, que limita el déficit presupuestario de los estados miembros a un 3% de su PIB y a un 60% de su deuda pública; y la posibilidad de consolidar el instrumento de deuda común europea creado por el plan de recuperación anticovid de julio del 2020.

Berlin (Germany), 08/12/2021.- Members of the new German government cabinet, including new Chancellor Olaf Scholz (C, front row), pose for a photo after the first cabinet meeting of the new German government at the Chancellery in Berlin, Germany, 08 December 2021. A coalition of Social Democratic Party (SPD), Green party (Die Gruenen) and Free Democratic Party (FDP) forms the new German government. (Alemania) EFE/EPA/Sean Gallup / POOL

El nuevo gobierno de coalición entre socialdemócratas, verdes y liberales liderado por el canciller Olaf Scholz (en el centro de la primera fila), tras su primera reunión el mes de diciembre pasado. 

Sean Gallup / EFE

El peso del liderazgo tradicional, personificado en el motor franco-alemán, cohabita hoy con una renovación generacional, de nuevos liderazgos reactivos, que parecen haberse librado del peso de la historia comunitaria para volver a pensar el mundo desde sus capitales, con una visión pragmática y utilitarista de la UE. La intergubernamentalidad, desplegada al amparo de Merkel, acabó erosionando la frágil legitimidad de las instituciones comunitarias.

En esta geometría variable de alianzas políticas, el nuevo gobierno de Berlín ha desempolvado también el viejo triángulo de Weimar que Helmut Kohl activó en la década de los noventa para contribuir a la transición democrática polaca. Siguiendo la tradición, en su primera visita oficial tras ser investido el pasado mes de diciembre, el canciller Olaf Scholz se desplazó a París para entrevistarse con Macron. Y solo unos días más tarde hizo lo propio a Varsovia. Francia y Polonia, como ejes principales de la política europea del nuevo canciller. Tal y como lo hizo también Angela Merkel declarando a la Polonia de Donald Tusk aliada privilegiada de la canciller que, en sus inicios, aún tenía reparos para liderar la UE en solitario. Eran los primeros años de la crisis económica y, superando miedos históricos, el gobierno polaco elevó a Alemania a la categoría de “nación indispensable” declarando que le daba menos miedo el poder alemán que la inacción alemana.

El futuro de Macron y del proyecto europeo dependen de una respuesta creíble y efectiva a unos miedos que han servido para transformar profundamente la faz electoral de la UE

La sombra alargada de Merkel ya es historia. Además, si durante su dominio Alemania se constituyó en el poder decisorio de la UE, el macronismo fue el encargado de resucitar anímicamente la Europa de las múltiples crisis. La llegada de Emmanuel Macron aportó un poder simbólico al proyecto comunitario que va más allá de la euforia europeísta desatada la noche del 7 de mayo del 2017 con el lento paseo del presidente electo, vencedor sobre el Frente Nacional de Marine Le Pen, avanzando por el pasillo del Louvre al compás de la Novena sinfonía de Beethoven. Primero fue la Comisión Europea de Jean-Claude Juncker, en su etapa final de contrición por la crueldad impuesta a Grecia y los costes políticos de las desigualdades económicas, quien le compró la idea de l’Europe qui protège (la Europa que protege) como relato para resucitar el maltrecho pilar de la Europa social. Ahora es la Comisión geopolítica de Ursula von der Leyen quien se ha apropiado de las apelaciones a una mayor soberanía europea ante la aceleración de las transiciones verde y digital.

Europa como medio y no como fin

El 1948, en la reunión de La Haya donde se decide crear el Consejo de Europa, el conde Coudenhove-Kalergi, uno de los inspiradores de la idea de unificar el carbón y el acero de Francia y Alemania, sentenció que “Europa es un medio y no un fin”. Europa como proceso en construcción permanente. La UE de hoy en día “es más una comunidad de necesidad que de elección”, decían las conclusiones de una encuesta realizada el año pasado por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR) a 11.000 ciudadanos de nueve países comunitarios. Un 52% de los encuestados quería “una respuesta europea más unificada ante las amenazas y los retos mundiales”.

El Parlamento Europeo

El Parlamento Europeo. 

Archivo

La Unión Europea es el primer escenario de proyección de la voluntad de grandeza y ambición francesa. Para Macron, Francia y la Unión Europea son dos elementos indivisibles. El general De Gaulle hablaba en 1945 sobre “estos momentos de la historia en los que en el suelo de Francia se decidía la suerte de Europa y, a través de ella, incluso del mundo”. La Francia de Macron todavía aspira a decidir la suerte del proyecto europeo, tanto como Europa es parte del corazón argumental de la campaña presidencial para su reelección.

Sin embargo, esta idea de grandeza y poder de Macron se desvanece fuera de París y se ve obligada a modularse en Bruselas. Hace tiempo que los franceses se “desenamoraron de Europa”, en palabras de Bernard Cazeneuve, una de las figuras que dividió el socialismo francés en vísperas del referéndum que, en el 2005, rechazó la propuesta de Constitución Europea.

Según un sondeo realizado por Ifop, a pocos días de inaugurar la presidencia rotatoria francesa de la UE, un 40% de los franceses encuestados quiere una Europa con más soberanía para los estados, mientras que solo un 29% es partidaria de una Europa más integrada (un 31% de los encuestados no supo responder a la pregunta). En cambio, según el mismo sondeo, un 43% de los alemanes y un 50% de los italianos se mostraron a favor de una Europa más federal.

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La idea de grandeza y poder de Macron se desvanece fuera de París y se ve obligada a modularse en Bruselas. 

Attila Kisbenedek / AFP

Hay una Francia que culpa a la UE por la pérdida de grandeza que la ha sumido en el pesimismo. El retrato de una Europa autocrática en manos del poder arrollador de Alemania se convirtió en el argumento central de una extrema derecha que sustituyó su objetivo de destruir la UE por el de tomar el control institucional y político de la Unión.

En el tenso debate electoral del 3 de mayo del 2017, Marine Le Pen le espetó a Macron que, ocurriera lo que ocurriera en la segunda vuelta de aquellas elecciones presidenciales, Francia acabaría dirigida por una mujer –o bien por ella o bien por Angela Merkel–. En el 2015, la líder del entonces Frente Nacional ya había jugado esa misma carta cuando saludó a François Hollande como “vicecanciller” en una comparecencia conjunta del presidente francés junto a la canciller en el Parlamento Europeo. La UE es una de las trincheras de la confrontación política francesa. La construcción europea entendida como renuncia o, como escribía Éric Zemmour en Le suicide français, como “un muro” levantado “entre una representación sin poder (los gobiernos de los estados) y un poder sin representación (los tecnócratas, los jueces y los lobbies de Bruselas)”.

Francia sigue obsesionada con su declive. La incertidumbre y el descontento llevan tiempo alimentando a un electorado cada vez más frustrado. El diario Le Monde advertía hace unos meses de “la furia de los salarios bajos”. El malestar económico se mezcla con las movilizaciones anti, en todas sus declinaciones, y especialmente las antivacunas, que prácticamente cada fin de semana desfilan por las ciudades de provincia de la Francia periférica. Los franceses viven en una angustia existencial que las cifras macroeconómicas no recogen, pero que tiñe cualquier análisis de la situación. No son los chalecos amarillos del 2018, que aún habitan en las pesadillas de Emmanuel Macron, pero son un potente ruido de fondo.

Palacio del Elíseo en París, sede de la presidencia de la República francesa

Palacio del Elíseo en París, sede de la presidencia de la República francesa. 

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El descontento social europeo trasciende lógicas nacionales: periferias europeas –no necesariamente geográficas– que viven de cerca el declive demográfico en la UE y las disparidades de riqueza per cápita, que desconfían de las redes clientelares construidas en los procesos de democratización de algunos estados miembros y toleradas por el resto de socios comunitarios. Por eso, el futuro político de Macron, como el del proyecto europeo, dependen en gran parte de cómo se articula una respuesta creíble y efectiva a la sensación de miedo que tienen muchos europeos, porque es la instrumentalización política de estos miedos la que ha transformado profundamente la faz electoral y social de la Unión Europea en las últimas dos décadas. Y Francia ha sido punta de la lanza de un euroescepticismo que, a medida que se extendía a lo largo y ancho de la Unión Europea ganaba en influencia y heterogeneidad.

Ni el mismo general De Gaulle, cuando dijo lo de “No podemos hacer una tortilla federal con los huevos duros de las viejas naciones europeas”, podía imaginar que las reticencias francesas al proyecto que ellos capitaneaban llegarían a ser tan profundas.

Como advertía Thierry Chopin del Instituto Jacques Delors (1), el “regreso de Francia a Europa” soñado por el actual inquilino del Elíseo nunca será pleno si no se produce “un regreso de Europa a Francia”. Pero una buena parte de Francia y de Europa siguen obsesionadas con sus esencias nacionales.

Carme Colomina Saló es investigadora principal del CIDOB, Barcelona Centre for International Affairs

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